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La caja de los sherpas

  • Agus
  • 11 dic 2017
  • 9 Min. de lectura

Y aquí comienza un camino largo, duro y con un equipaje demasiado pesado.

Mi mente racional me indica que algo no funciona. Necesito hacer algo y soy consciente que no puedo hacerlo sólo. Me siento triste, furioso, vacío, desconectado del mundo. Mi relación de pareja ha terminado y un montón de piedras cargan mi mochila. No tengo objetivos, no tengo ambiciones, un enorme pesar, un terrible sentimiento de culpa, un miedo atroz a haberme equivocado y lleno de emociones incomprensibles para mí que luchan contra mi cabeza racional, la cual me ha ayudado a combatir en batallas anteriores. Esto es distinto, no consigo avanzar, no consigo dejar de sufrir, no me reconozco, no confío en mí.

De una forma impulsiva encuentro una página en Internet que me invita a intentar algo nuevo que no he valorado nunca en mi vida, simplemente pedir ayuda. Entre la desconfianza y la desesperanza, me dedico a leer los comentarios y por fin decido llamar. Una voz amable me atiende al otro lado del teléfono y concertamos la primera cita. Aquí empieza mi primera despedida y con estas líneas otra despedida inevitable, de una forma dolorosa también, aunque en otro sentido.

Acudo a mi primera consulta y allí está Lydia. Me indica en qué consiste la terapia y que vamos a hacer durante ella. Me abandono en sus manos dispuesto a dejarme ayudar. Mi intuición me dice que es la persona indicada.

Es extraña la conexión inmediata con Lydia. Me siento muy protegido sentado en mi silla descubriendo todas mis intimidades, mis miserias, mis miedos, mi arrogancia y todo lo que nunca he confesado a nadie en mi vida. Al otro lado Lydia, una persona muy inteligente. Mi intuición no se equivocó. Inteligente y extremadamente inteligente emocionalmente. Soy consciente que es su profesión y que no he acudido nunca a otros terapeutas, psicólogos, psicoanalistas; pero como en todos los oficios, hay profesionales mejores y peores. En el primer encuentro entendí que era la persona que caminaría conmigo por la abrupta montaña, que estaría dispuesta a ayudarme cuando no fuera capaz de dar un paso más, cuando necesitara retroceder para tomar otro camino, aunque no fuera el más corto. Cuando no entendiera porque otros caminaban más rápido. Cuando no comprendiera que en los días de lluvia se retrocede para luego caminar más rápido.

Y subimos pequeños repechos, y caímos por grandes laderas y en todas las caídas siempre encontré una mano que me ayudó a afrontar de nuevo la escarpada cuesta. Transportaba mi mochila todas las semanas, pero pronto empecé a notar que los miércoles pesaba mucho menos. Lydia me enseñaba como dañarme menos en las caídas y que no había nada malo en caer. El mito de Sísifo se presentaba en algunas ocasiones ante mí, el absurdo de la vida ganaba la batalla. El miércoles estaba cerca, tal vez esta semana no me precipitaría por la pendiente para volver a subirla de nuevo. Poco a poco me situé en mi primera cumbre, apenas unos metros de ascensión. Aunque pensé que no era tan importante, Lydia quiso que pusiéramos una bandera, que miráramos hacia abajo, el camino recorrido y hacia arriba, el camino que faltaba por recorrer. Abrí mi mochila y Lydia su caja de sabiduría. Me hizo mirar al fondo de la mochila. Observé que llevaba muchos objetos en cantidades ingentes. Metí mi mano en la mochila y descubrí que cien cajas de cerillas no eran necesarias para este viaje. Me quedé con solo tres cajas y continuamos caminando. Subimos la siguiente ladera, y otra, y caímos a la primera, y volvimos a subir hasta un promontorio donde me puse triste al mirar atrás, y pensé que volvería a necesitar mis cajas de cerillas. Entonces me asombró que Lydia no se resistiera a que descendiéramos a por las cerillas. Llevábamos semanas caminando, no obstante, retrocedimos deshaciendo el camino andado. Mientras estábamos bajando, Lydia me dijo que cuando yo las abandoné ella las recogió. Me las dio y las volví a meter en mi mochila. De nuevo, en el mismo promontorio volví a mirar atrás, y estaba triste, y también furioso por necesitar mis estúpidas cerillas.

Quedaba mucho camino por recorrer. Tenía mis piernas magulladas y mi espada dolorida. Caminaba por la llanura entre dos cumbres y recordé una de mis conversaciones con Lydia. Volví a meter mi mano en la mochila y saqué de nuevo mis cajas de cerillas. Las quemé todas a excepción de quince cajas. Hicimos un fuego con ellas, tan grande que provocamos un incendio. Estaba muy asustado, no sabía qué hacer. Lydia, de una forma tranquila, me dijo: "tal vez en tu mochila lleves algo para extinguir el incendio". Abrí mi mochila. Vi que había cincuenta botellas de agua. Cogí veinticinco botellas, las abrí y las arrojé al fuego. El fuego cesó, solo quedaba el olor a quemado y los últimos vestigios de las llamas. Entonces me senté. No sabía si estaba triste, furioso, asustado o melancólico, pues me había desecho de gran parte de mis cerillas y mis botellas de agua. Entonces fue cuando lloré y curé mis heridas. Me di cuenta de que estaba cansado, que con el agua curaría mis arañazos y los rasguños más profundos jamás atendidos. Lydia mientras, me miraba con compasión y ternura, sin prisa por volver a emprender el camino. Miré hacia atrás una vez más y recordé todas las montañas que había subido en mi vida y también las que nunca me atreví a recorrer. Tras unos días de descanso continuamos el camino. Otra nueva bandera clavada en otro montículo de tierra, sumada a pequeñas caídas que los arañazos de mi piel reflejaban. Me acostumbré a quemar una cerilla cuando estaba enfadado y aprendí a beber agua cuando tenía ganas de llorar. A lo lejos se observaba el pico nevado hacia donde nos dirigíamos.



La primavera llegó y fui abandonando las ropas más pesadas. La nostalgia me invadía. De repente, sentí una gran soledad en la inmensa montaña. Una vez más, Lydia me ayudó a buscar en la mochila. Yo no encontraba nada, sin embargo, ella halló, escondidos entre grandes piedras, varios libros, un reproductor mp3 y fotos de mi familia y amigos. Colocó todos los objetos juntos. Yo solo tenía ganas de prenderles fuego con una de mis cerillas. Hablamos durante días sobre esto y siempre me hizo reflexionar sobre si era correcto convertirlo todo en cenizas. Poco a poco, fui entendiendo que todo el mundo escala sus propias montañas. Cuando comprendí esto sentí amor, rubor, odio hacia mí mismo y una tremenda empatía. Tras muchas cerillas más quemadas y grandes tragos de agua que rasgaban mi garganta, coloque esos objetos en mi mochila para continuar el camino. Observé que estos objetos ocupaban hasta entones un lugar poco privilegiado en la mochila. Decidí otorgarles el lugar que merecían. Curiosamente, me colgué la mochila y decidí abandonar algo más de peso. La mochila estaba cubierta de un protector para evitar que se dañará. Abrí las costuras de la mochila y extraje un duro metal que la recubría. De pronto sentí un gran alivio, pero también algo de miedo, pues ahora si me volviera a caer mi mochila podría deteriorarse. El verano daba sus primeros coletazos. Paso a paso seguíamos con la vista puesta en el vértice más alto. De vez en cuando sentía momentos de felicidad, de conexión conmigo mismo. Leía mis libros favoritos, escuchaba música y nos cruzábamos con otros caminantes. Parecía que el final estaba cerca. Decidí acelerar el paso y entonces fue cuando volví a caer más fuerte que nunca. Mi espalda agotada no soportaba el peso de mi mochila y los rasguños se convirtieron en profundas heridas. Lancé mi mochila lo más largo que pude y me odié por los errores cometidos, por no encontrar sentido a caminar sin descanso, por abandonar a mi antigua compañera de viaje (Susana), me odié por sentir soledad, vacío, miedo y un incesante hastío. También odié a Lydia por no revelarme explícitamente los secretos de la montaña. Seguí caminando, más bien corriendo, llorando de rabia, de pena, de nostalgia, de soledad. Me invadía la melancolía, la amargura y la desesperanza. Aunque llevaba mucho camino transitado me sentía como antes de empezar el viaje. Lydia caminaba a una distancia considerable de mí, era incapaz de alcanzarme. Entonces me detuve al lado de un pequeño riachuelo. Me senté allí, desbordado por mis emociones. Al rato llegó Lydia. Se sentó a mi lado y con sus cálidas y amables manos me entregó la mochila que había arrojado. Mis lagrimas brotaban. Lydia estaba a mi lado en sintonía, sentía su cálido abrazo sin que ella me tocase, solo con su profunda mirada, la cual reflejaba una inmensa empatía, comprensión y dulzura. Tomó entre sus manos la caja de la sabiduría y me la entregó. Se marchó y me dejó solo en el riachuelo. Cerré los ojos y abrí la caja. Era tremendamente extraño, oía la voz de Lydia dentro de mí, a pesar de que ella no estaba allí. Era como si yo mismo me hablara con la voz de Lydia recordando todas nuestras conversaciones mantenidas. En ese momento es cuando escuche estas palabras brotar de la caja:

"Agus, esta mochila es parte de ti, representa tu vida. Cada objeto simboliza una emoción. No me importará recordarte todo lo que hemos aprendido durante este viaje. Se trata de saber que objetos y en qué medida debemos llevar con nosotros. Las cerillas representan la ira, el agua la tristeza, esta bonita mantita representa el calor que necesitas en las noches frías. El acero que arrojaste es tu escudo protector que evita que te hagan daño. Las piedras que están al fondo del todo son los recuerdos que guardas con anhelo. Es importante que en lugar de guardar piedras grandes conserves fragmentos pequeños para poder ir metiendo nuevas piedras. Agus, no puedes cambiar nada de lo que has hecho hasta ahora, pero sí puedes aprender de este viaje para muchos otros más que tendrás que emprender en tu vida. Y te contaré mi último secreto. La caja de sabiduría no es mía, estaba entre tus cosas. El primer día de viaje me ocupé de ponerla a salvo."

Tras varios días meditando en el riachuelo me decidí a proseguir mi camino. Vacíe mi mochila entera y solo guardé en ella las cosas importantes. Curiosamente, me quedé con una caja de cerillas. Introduje solo una botella de agua, destapé el resto de botellas y las vertí sobre la tierra con la idea de que nueva vida naciera con ella en la montaña. Doblé mi manta y sentí ternura. Guardé la tierra resultante de machacar todas las piedras y sentí envidia de los días alegres. Guardé mis libros, mi música y sentí felicidad; también las fotos de mi familia y amigos y sentí amor. Guardé los recuerdos de Susana y sentí una tremenda tristeza. Guardé la caja de sabiduría y sentí una gran confusión. No obstante, me colgué la mochila y noté una gran ligereza. Mis pasos eran livianos, ingrávidos, notaba como podía flotar con cada zancada. Lydia caminaba a unos pasos tras de mí. Por fin me alcanzo. Nos detuvimos. Posó su mano sobre mi hombro con ternura y con un poco de tristeza me dijo:

"Agus, nos quedan un par de días de camino. Esta será la última pendiente que subiré contigo”. Tras sus palabras, incomprensiblemente, mi mochila volvió a ser pesada. Un escalofriante miedo me invadió. Había sido un largo camino que habíamos recorrido juntos. La idea de caminar sin Lydia me aterrorizaba.

Caminamos dos días más en compañía. Nos detuvimos a escasos metros de la última y más alta cumbre. Yo sabía que esto significaba una despedida. Entonces por última vez, saqué todos los objetos de mi mochila y le dije a Lydia:


"Lydia, sé que esto acaba aquí. Me produce una gran tristeza, pero sé que no me abandonarías si supieras que no estoy preparado. Estoy Listo para dejar aquí todos estos objetos en la fría nieve. En realidad, son objetos y no los necesito. Los objetos nos conectan con las emociones que son lo realmente importante y las emociones son parte de mí. La mochila es un recipiente y a partir de ahora mi cuerpo será mi propia mochila y todas las emociones tendrán cabida en él. Aprenderé a escucharlas con la misma atención que te he escuchado por este largo y duro viaje, un viaje oscuro y agreste pero muy enriquecedor"

Recogí del suelo la caja de sabiduría e introduje en ella una lagrima, mi última lágrima y la primera de las que tan dulcemente me enseñó a fabricar Lydia. Con la caja entre mis firmes manos le dije:

Tú y yo conocemos el secreto de esta caja, pero hay gente que no lo sabe todavía. Por favor, sigue entregándosela a tantas personas como puedas”

En la cúspide de la solemne montaña nos dimos un fraternal abrazo y continuamos descendiendo la montaña cada uno por una vertiente distinta.

… y entonces Lydia, mientras descendía por la ladera, sintió tristeza, desánimo y un cúmulo de emociones que encogieron su corazón. A pesar de que era mucho más sabia que todas las personas que había conducido hasta aquella majestuosa montaña, sintió confusión, como todos a los que hasta allí acompañaba. Entonces se sentó. Abrió la caja de sabiduría y escuchó esto:

“Lydia, guiar a la gente hasta la montaña es un trabajo duro. Eres consciente que emprender el camino es tortuoso, difícil, cargado de gran responsabilidad, lleno de grandes retos y muy agotador. Incluso a veces te sientes como las personas a las que acompañas, pero el amor que tienes a estas rocas hará que cada día te levantes pensando en emprender de nuevo este viaje, aunque muy transitado por ti, cada vez diferente y con distintos paisajes. Cada vez que dudes en pensar si merece la pena caminar tanto, piensa en la gente que bajó de la montaña nevada con solo su cuerpo como equipaje, tan desnudos como la blanca nieve que la corona”

Lydia tomó su pañuelo. Limpió sus ojos vidriosos y experimentó una gran serenidad, un enorme orgullo por su trabajo, el trabajo de los sherpas. Se acercó hasta un caminante que pasaba a su lado y le pregunto ¿Vas a hacía aquel pico nevado? ¿Quieres que te acompañe hasta allí?

Con todo mi cariño y agradecimiento

Fdo: Agus

 
 
 

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